Reflexiones

Un pequeño chute de optimismo

23/01/2023 José Ángel Moreno

Avanzar hacia la democracia en la empresa supondrá recuperar para el resto de actores un derecho ilegítimamente acaparado por el accionariado

Un chute de optimismo

Sin duda, el cooperativismo de trabajo es una vía fundamental para avanzar hacia la democracia en la empresa. Una vía que, por muy extendida que ya esté, hay que reivindicar siempre por su realidad y por su potencial de futuro. Pero no es la única ni seguramente la más generalizable. Hay otras formas de avanzar hacia ese objetivo, y es necesario caminar por todas. A tres de ellas querría referirme en este artículo.

 

La más tradicional, y básica, radica en la consolidación de poderes sindicales consistentes, capaces de compensar el imperio de altos directivos y accionistas en la empresa. Otra consiste en conseguir que la empresa respete adecuadamente los derechos de los restantes grupos de interés: es la línea que plantea la filosofía de la responsabilidad social empresarial, esencial también para la democracia empresarial, en la medida en que ese calificativo solo puede tener sentido en empresas que no solo aspiren a resultados positivos para los actores que en ellas participan, sino también a contribuir positivamente a los intereses generales de las sociedades en las que operan; una contribución que, por su propia importancia, no puede ser dejada únicamente al arbitrio voluntario de las empresas. La tercera vía supone dar un paso más en las dos direcciones anteriores, imponiendo legalmente un gobierno corporativo plural, en el que estén debidamente representados, en primer lugar, los intereses de los trabajadores, pero también —quizás en forma diferente— los de los restantes colectivos básicos en el funcionamiento de las empresas.

 

Se trata, por tanto, de modelos complementarios —incluso con el cooperativismo— y a los que, en consecuencia, es necesario aspirar en el camino de una progresiva profundización de la democracia económica, sin la que no es posible la consecución de una democracia general más amplia, más integral y de mejor calidad.

 

Pues bien, frente a la muy justificada melancolía con que desde la izquierda cabe contemplar el panorama de nuestro tiempo, no está de más recordar que en los últimos años se han venido dando y planteando en nuestro país pasos netamente positivos (por muy moderados que sean) en los temas antes apuntados. Y como estamos en un año angustiosamente electoral, conviene no olvidarlos, para no minusvalorar los logros que también en este terreno está consiguiendo, pese a indudables errores y desavenencias, el gobierno actual —en el marco de medidas económicas y sociales claramente favorecedoras de los sectores sociales mayoritarios y de éxito difícilmente cuestionable—. Echemos un rápido vistazo.

 

1. En primer lugar, son innegables los avances —directos e indirectos— en el ámbito del fortalecimiento del poder sindical y de los derechos del trabajo: fundamentalmente la reforma laboral, pero también el desarrollo de los ERTE, las notables subidas en el (todavía escaso) salario mínimo e incluso la Ley Raider son los exponentes más relevantes. Creo que, por su evidencia, no hace falta detenerse más en este punto.

 

2. En segundo lugar, también, aunque insuficientes, han sido notables los avances conseguidos en la regulación pública de las obligaciones exigidas a las grandes empresas en lo que se refiere a su responsabilidad con el conjunto de la sociedad, en este caso, decididamente impulsadas por la Unión Europea. Todavía en el primer gobierno (unitario) de Pedro Sánchez, el 28 de diciembre de 2018 —y como trasposición de una directiva del Parlamento y del Consejo europeos de 2014— se aprobó la Ley 11/18 en materia de información no financiera y diversidad. Una ley todavía muy moderada, pero que por vez primera exige de las grandes empresas (y de las consideradas de interés público) transparencia informativa en materia social (incluyendo la laboral y de género) y ambiental: un requisito imprescindible para posibilitar un mayor control social sobre las empresas y una mínima verificación del carácter de sus impactos sociales y ambientales. Una línea de actuación que se vería complementada y reforzada sensiblemente si saliera finalmente adelante el previsiblemente más ambicioso proyecto de ley que está preparando desde hace tiempo el gobierno —también a impulsos de la UE y en línea con iniciativas ya aprobadas en otros países europeos (sobre todo, Francia, Alemania y Noruega)— en torno a la debida diligencia de grandes empresas en materia de derechos humanos y ambientales (información de riesgos y procedimientos, prevención, posibilidad de sanciones en caso de vulneración, canales de denuncia por los afectados, mecanismos de reparación...).

 

Son objetivos a los que así mismo apunta otra reciente iniciativa del gobierno: la aprobación el 29 de septiembre de 2022 de la Ley 18/2022 de creación y crecimiento de empresas, por la que —también en línea con otros países europeos y con Estados Unidos— se crea la figura de la Sociedad de Beneficio e Interés Común (SBIC) en las sociedades de capital que voluntariamente decidan recoger en sus estatutos —como explica el profesor Sánchez Pachón en el último número de Dossieres EsF y como la propia ley señala textualmente— “su compromiso con la generación explícita de impacto positivo a nivel social y medioambiental a través de su actividad” y “su sometimiento a mayores niveles de transparencia y rendición de cuentas en el desempeño de los mencionados objetivos sociales y medioambientales, y la toma en consideración de los grupos de interés relevantes en sus decisiones”. Compromisos voluntarios, pero que, una vez asumidos, obligan a las empresas que los acepten, debiendo la Administración Pública para ello desarrollar sistemas de control y verificación rigurosos y fórmulas de penalización en caso de incumplimiento. Se trata, por tanto, de un indudable progreso frente a la concepción de la responsabilidad social empresarial estrictamente voluntaria tan defendida en el mundo empresarial y que tan cuestionables resultados ha producido.

 

3. Finalmente, querría detenerme con más detalle en lo que respecta a la democratización de los órganos de gobierno empresariales, un aspecto en el que en nuestro país —tras el frustrado proyecto de ley en tal sentido presentado por Ramón Jáuregui en 2002—, y pese a que nuestra Constitución lo requiere claramente, aún no se ha hecho nada en la práctica. En este ámbito, solo se ha producido de momento una noticia, pero de indudable relevancia: el anuncio efectuado en mayo pasado por la vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, para incluir en la prevista revisión del Estatuto de los Trabajadores y en una nueva Ley de Participación Institucional la exigencia de una democratización de la empresa centrada en la participación de representantes de los trabajadores y las trabajadoras en los consejos de administración, inspirándose especialmente en el caso alemán y desarrollando así el artículo 129.2 de la Constitución.

 

Se trata de una propuesta todavía muy inconcreta, que, con toda seguridad, tardará tiempo en materializarse y que necesariamente requerirá un prolongado y difícil diálogo con la patronal, con los sindicatos y con todas las fuerzas parlamentarias; y que a buen seguro solo podrá conseguirse con un gobierno como el actual (o parecido) en la próxima legislatura. Sea como fuere, estamos sin duda ante un tema de enorme importancia. Un objetivo, por otra parte, que hace ya mucho tiempo que muchos países europeos (al menos trece, en sentido estricto) han trasladado a su legislación con carácter obligatorio (aunque con considerables diferencias en cada país, solo para empresas de dimensión determinada —distinta en cada caso— y ciertamente de forma demasiado moderada para lo que algunos querríamos).

 

Es una reforma, además, sobre cuya virtualidad hay una notable evidencia empírica: todo parece indicar que las empresas afectadas por este tipo de medidas no han experimentado, en general, peores desempeños que las empresas de gobierno estrictamente accionarial —más bien, lo contrario— ni mayores niveles de conflictividad, mayores costes del capital o perjuicios a largo plazo para el accionariado (puede verse sobre esto el artículo de Emilio Huerta y Vicente Salas en el libro de la Plataforma por la Democracia Económica ¿Una empresa de todos?). Por otra parte, cada día más expertos coinciden en que los efectos positivos de la participación del trabajo en el gobierno corporativo —tanto para la eficiencia empresarial como para el conjunto de la economía— están intensificándose notoriamente en un mundo como el nuestro en el que se acelera la innovación tecnológica y aumenta la importancia de los activos intangibles, entre los que destacan los que se basan en la calidad del capital humano (conocimiento, creatividad, compromiso, capital relacional y organizacional...), para los que la participación laboral parece un caldo de cultivo óptimo y necesario (pueden verse sobre esto los artículos de Bruno Estrada e Ignacio Muro en el número mencionado de Dossieres EsF).

 

Se trata, por otra parte, de una cuestión sobre cuya justicia en términos económicos también coincide un cada vez mayor número de académicos, en una línea de pensamiento que cuestiona con creciente consistencia la argumentación con que la teoría económica convencional ha venido tratando de justificar la legitimidad del monopolio del gobierno empresarial por los accionistas, en base al presunto carácter esencial y excepcional del papel que en la empresa desempeñan los accionistas y a su no menos presunta mayor debilidad contractual, frente a los restantes partícipes en la actividad empresarial (cuestión de imposible desarrollo aquí, pero sobre la que puede verse un resumen en el capítulo “De la empresa accionarial a la empresa participativa” de este libro).

 

Por todo ello, muchos pensamos que hay sobradas razones instrumentales y teóricas para que también en España se implante una reforma legal de este tipo, que, por supuesto, no pretende trasformar radicalmente el carácter de las empresas ni hará de ellas una panacea, pero que puede ayudar notablemente a mejorar tanto su relación con las personas que en ellas trabajan como sus efectos en todos sus grupos de interés y en el conjunto de la sociedad, e incluso su calidad y su eficiencia.

 

Pero para la plena aceptación social de esta medida no basta probablemente con este tipo de razones. Es necesario también desmontar el mito fundamental sobre el que se ha erigido el modelo dominante de empresa (y el propio capitalismo): su pretendida propiedad exclusiva por sus accionistas. Un mito que un así mismo creciente número de expertos jurídicos y económicos considera radicalmente falso, lo que implica que la participación en el gobierno corporativo del trabajo (y de los restantes actores básicos en su actividad) no supondría ninguna expropiación revolucionaria, sino únicamente la recuperación de un derecho ilegítimamente acaparado por el accionariado. Como este artículo excede ya de la extensión fijada, termino solo reenviando de nuevo a la citada publicación de Economistas sin Fronteras, en el que se dedica también un artículo al cuestionamiento de esa interesada y nuclear ficción.

 

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José Ángel  Moreno Izquierdo

José Ángel Moreno Izquierdo

Soy miembro del Patronato de Economistas sin Fronteras y vocal de la Junta Directiva de la Plataforma por la Democracia Económica. La mayor parte de mi vida profesional la he desarrollado en el sector financiero, en mi última etapa, en funciones directivas en el área de Responsabilidad Social Corporativa. Tras prejubilarme, he sido profesor asociado de RSC de la Universidad de Navarra, profesor en el Máster en Sostenibilidad y RSC de la UNED y la Universidad Jaume I, miembro de la Comisión de Responsabilidad Social de la UNED y del Consejo Asesor del Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa.

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